"Dentro de una gran mentira siempre hay una pequeña verdad."
La extraña historia de Sture Bergwall , un enfermo mental que hace años fue capaz de engañar a todo un país inculpándose de 32 asesinatos. Ahora un periodista ha desmontado su historia. Al parecer Bergwall , que está en Suecia recluido en una clínica psiquiátrica desde 1991, mintió para recibir la dosis drogas que diariamente necesitaba.
El pequeño Johan Asplund salió de casa a las ocho de la mañana, como todos los días, para ir a la escuela. Fue el viernes 7 de noviembre de 1980. Tenía 11 años. Nunca volvió a aparecer. Su caso se convirtió en uno de los misterios sin resolver más conocidos de Suecia. Trece años más tarde, el 8 de marzo de 1993, saltaba la noticia. Un enfermo mental de la clínica de psiquiatría forense de Säter acababa de confesar el crimen. Así reproducía el diarioExpressen, el 15 marzo de 1993, la confesión de ese hombre de 42 años llamado Thomas Quick. “Le cogí a la salida del colegio y le metí en el coche. Conduje hasta el bosque y violé al chico. No quería matar a Johan. Pero entré en pánico y le estrangulé. Enterré su cuerpo para que nadie pudiera encontrarlo”.
El fiscal general del Estado, Christher van der Kwast, tardó siete
años en construir un caso contra Quick. Los restos del cuerpo del chico
no aparecieron donde el presunto asesino decía que podían estar. Pero la
confesión era muy prolífica en detalles. En su opinión, más que
suficiente para presentar cargos. Para entonces, año 2001, hacía ya
tiempo que Quick se había convertido en el asesino en serie más conocido
de la historia en Suecia. Su sucesión de autoinculpaciones había
supuesto un continuo crescendo de crímenes cada vez más atroces. En el
caso Johan Asplund, llegó a confesar que se comió los dedos del pequeño.
Pero el 2 de junio de 2008 se desdijo de todo.
Thomas Quick se llama en realidad Sture Bergwall. Tiene 62 años. Sigue recluso entre los muros amarillos de la clínica de Säter ,
lugar de encierro para enfermos mentales peligrosos. Lleva allí 21
años. Una buena parte, con el estatus de un VIP, según cuenta el
criminólogo Leif G. W. Persson. La historia de Quick/Bergwall está a la
altura de esas novelas negras que nos llegan desde latitudes
escandinavas.
“Así que viene usted a ver al hombre especial”, espeta la noche
anterior a nuestro encuentro con Bergwall el camarero del único bar que
queda abierto a las diez de la noche en Säter, pueblo situado a tres
horas en coche de Estocolmo, dirección norte. “Ese hombre es un
psicópata; si sale de ahí, volverá a matar. Tenga cuidado”.
Resulta curioso que ni siquiera en el pueblo que alberga a Bergwall
sepan que todo ha cambiado. Que el relato ya es otro. Que el “hombre
especial” está siendo descargado, una por una, de sus condenas por
asesinato. En los años noventa se autoinculpó de 32 crímenes. Le
condenaron por ocho. Ya le han retirado cinco. Esta misma semana le han
exculpado formalmente del asesinato de dos chicas noruegas cuyos cuerpos
fueron hallados a las afueras de Oslo: Trine Jensen, de 17 años; y Gry
Storvick, de 23. Dos asesinatos que despertaron serias dudas en su
momento. Él, que parecía un asesino, violador y descuartizador de chicos
jóvenes, confesando un crimen heterosexual.
Quedan dos casos por despejar aún. Uno es el asesinato de Charles
Zelmanovits, un chico de 15 años que vivió en España de los 6 a los 14,
en Fuengirola. Su padre trabajaba en aquellos días como médico. Seis
meses después de regresar a Suecia, Charles desaparecía tras una fiesta
del colegio en Piteä, en el norte de Suecia. Fue el 13 de noviembre de
1976. Thomas Quick dijo haber desmembrado el cuerpo del joven y haberse
llevado algunas partes. El otro es el de una pareja de holandeses,
Marinus y Janny Stegehuis, salvajemente apuñalados en la madrugada del
13 de julio de 1984 en un paraíso de la naturaleza, en tierras laponas, a
orillas del maravilloso lago Appojaure.
El abogado de Bergwall, Thomas Olsson, da por hecho que estas
condenas no tardarán en ser retiradas. Los casos contra Quick se
fundamentaron, sobre todo, en sus detalladas autoinculpaciones. Y se ha
retractado. “Todos los casos fueron construidos igual: sin pruebas
biológicas, sin huellas, sin rastros de ADN, sin testigos, sin
evidencias”, dice el abogado, uno de los más reputados en Suecia, hombre
elegante y sarcástico. “En cuanto le cambiaron la medicación dejó de
confesar”. Bajo los efectos de ingentes dosis de benzodiacepina, un
medicamento que inhibe y puede permitir al paciente perder la empatía y
decir cualquier cosa, Bergwall ofrecía minuciosísimos relatos de
crímenes en sesiones de terapia. Cuanto más contaba, más medicación le
daban. Cuanto más medicación le daban, más contaba.
Bergwall era un adicto a las drogas desde su adolescencia. Empezó a colocarse con pañuelos empapados en disolvente.
Monstruo, violador, sádico, pederasta, caníbal. Thomas Quick fue todo
eso durante 20 años. Hasta que en su camino se cruzó un periodista
pertinaz y obsesivo, de nombre Hannes Rastam, dispuesto a aclarar todas
las dudas que la autoría de esos crímenes horribles siempre suscitó. Su
trabajo de investigación se ha convertido en un jaque al sistema
judicial, policial y de salud mental sueco. Rastam, que murió en enero,
al día siguiente de dictar la última página de su libro Thomas Quick: la fabricación de un asesino en serie, consiguió arrancarle la gran confesión, durante años sepultada en esa mente enferma: todo fue una gran mentira.
Clínica de psiquiatría forense de Säter. Dos celadores custodian la
entrevista con Sture Bergwall. Hemos atravesado cinco puertas acorazadas
para llegar hasta él. La puerta de la calle; la puerta de la garita,
donde se deja el pasaporte; el detector de metales, la puerta blanca, un
pasillo, la puerta gris, un pasillo, la puerta rosa.
Pregunta. Pero usted ¿por qué mintió?
Respuesta. Fue una manera de conseguir ansiolíticos
legalmente. Me permitió tener la sensación de pertenecer a algo. Empezó
como una pequeña mentira que creció hasta convertirse en una enorme
mentira.
Sture Bergwall responde a la pregunta pausadamente, tranquilo. Es un
hombre corpulento, muy alto, 1,89. Manos grandes, gruesas, robustas;
pies enfundados en unas sandalias negras, calcetines rojos. Estamos en
una pequeña habitación de la clínica psiquiátrica, en la zona de
visitas. Una muñeca rubia y un mueble repleto de juguetes descansan en
el suelo de esta sala en que los reclusos reciben a la familia. Hay un
microondas, café y vasos de plástico blanco. Todo apunta a que los
muebles, cómo no, deben de ser de Ikea.
Bergwall parece un señor normal; un señor normal y corriente.
La monstruosa espiral de sus confesiones arranca en un soleado día de
junio de 1992. Apenas le quedan unos meses para salir de la clínica.
Hace un día espléndido y Bergwall está tomando el sol en el lago
Ljustern, acompañado de una enfermera. Lleva año y medio recluido, le
han encerrado después de cometer un atraco, vestido de Papa Noel, en la
casa de un bancario de su pueblo, Falun.
Bergwall es en esos momentos un hombre con antecedentes reales que se
acaba de cambiar de nombre. Como no quiere que se le asocie con el
atraco, adopta el apellido de soltera de su madre, Quick; y se pone
Thomas porque le gusta cómo suena. A los 19 años ya había sido
denunciado por abusar sexualmente de un chico de 14. También apuñaló a
un hombre con el que compartió una noche. De hecho, no es esta su
primera estancia en una clínica psiquiátrica.
Su sobrino Stefan Hazianastasiou, al que hemos visitado en la
localidad de Örebro (a 198 kilómetros de Estocolmo, dirección oeste) el
día anterior a la entrevista en la clínica, sostiene que su tío quería
evitar a toda costa el regreso a Falun, su pueblo. “Estaba avergonzado,
para él era más cómodo quedarse en la clínica”, dice, con un café en la
mano, en la cocina de su casa. Hazianastasiou recuerda que su tío
siempre fue un gran contador de historias.
Total que en aquella mañana soleada a Bergwall se le ocurre decirle a
la enfermera: “¿Qué pasaría si yo hubiera cometido algo grave?”.
Al día siguiente, el psiquiatra le recibe en su consulta para comentar lo sucedido.
— ¿Qué quiere decir usted con algo grave?, le pregunta el médico.
— Le daré una pista, responde Bergwall: AS.
—¿AS?
— AS, de asesinato.
“Yo vivía rodeado de criminales violentos en la clínica”, explica
Bergwall, recordando aquel episodio. “Tenía que contar algo realmente
gordo para destacar, para que me prestaran atención”.
Decidió recurrir al asesinato que mejor conocía, el misterio sin
resolver más célebre en aquellos días: la desaparición del pequeño Johan
Asplund. “Yo no podía imaginar las consecuencias de lo que dije en ese
momento. No fue una decisión racional, fue como un juego semántico
inocente”.
El interés de los médicos ya estaba captado. Había que mantenerlo.
Confesó un segundo crimen, pero esta vez eligió un caso que hubiera
prescrito: el asesinato de Thomas Blomgren, acaecido en 1964. Perfecto:
por aquel entonces, Bergwall solo tenía 14 años, no podrían condenarle.
La investigación policial por el caso Asplund aún no había arrancado,
de modo que Bergwall todavía disponía de fines de semana libres. Podía
entrar y salir. Para ser verosímil, debía documentarse. La Biblioteca
Real de Estocolmo era la mejor opción. Los artículos de la época,
plagados de detalles, y los microfilmes le ayudaron a construir un
relato preciso de la muerte de Thomas Blomgren, un niño de 14 años.
“Cuando se lo conté a los médicos, se lo tomaron como una historia
real”.
Es en mayo de 1993, un año después de la primera confesión, cuando el
fiscal general del Estado, Christer van der Kwast, anuncia que está
considerando presentar cargos contra Quick, según relata el libro de
Rastam. Anuncia a la prensa que el enfermo ha señalado los lugares en
que se encuentra el cuerpo de Johan Asplund. Todavía no lo han
encontrado, no obstante.
Esos restos, de hecho, nunca han sido hallados.
Björn Asplund, el padre de Johan, nunca creyó que Bergwall pudiera
ser el asesino de su hijo. “Ese hombre no era capaz ni de trocear una
salchicha”, dice, fumando un cigarrillo de liar en el interior de su
barco-vivienda, atracado al borde del lago Mälaren, en el corazón de
Estocolmo. Asplund siempre sospechó del padrastro de Johan, un
cardiólogo que, de hecho, fue condenado por secuestrar al pequeño.
El presunto asesino en serie confesó a la policía que el pequeño
Johan tenía una marca especial: una especie de corte en la barriga.
Asplund saca una servilleta de papel y hace un croquis. Señala que la
marca especial de su hijo era una especie de lunar en una de sus nalgas.
Se lo contó a la policía. Bergwall acabó cambiando su testimonio y
hablando de esa marca en el juicio. “Había una estrecha cooperación
entre terapeutas y policía, que compartían información”, dice Asplund.
Señala que al enfermo le daban información en terapia. Le ayudaban a
recordar.
La periodista Jenny Küttim, mano derecha de Hannes Rastam, que
realizó toda la investigación para el libro a su lado, es aún más
tajante: “Los terapeutas actuaban como policías y los policías, como
terapeutas”.
El patrón era siempre el mismo. Lo cuenta el abogado Olsson. Bergwall
confesaba en terapia. Daba detalles de los crímenes. Pero se equivocaba
una y otra vez. Por ejemplo, en el caso de la joven Therese Johanessen,
una menor de nueve años desaparecida, dijo que era rubia, con ojos
azules, que vivía en un pequeño pueblo, que el día de autos fue soleado.
En realidad, la pequeña era morena (era hija de un español, Jesús);
tenía ojos castaños; vivía en la ciudad. “Y aquel día fue el más
lluvioso de los últimos diez años”, remata Thomas Olsson, sarcástico.
Con todo, Bergwall se empezó a convertir en un experto en extraer
información de policías y terapeutas. “Yo disponía de datos muy básicos,
de la prensa”, explica el enfermo en la clínica, “así que daba
respuestas muy vagas y esperaba a que me dieran opciones. Luego leía sus
reacciones. Cuando me preguntaban: ‘¿Está seguro?’, ya sabía que había
dado la respuesta incorrecta”.
P. ¿Y no se paró a pensar en las víctimas y sus familias? ¿No pensó en dar marcha atrás en algún momento?
R. Desde el principio tuve ganas de dar marcha atrás
en mis confesiones, pero me avergonzaba hacerlo. Yo estaba a merced de
los médicos: retractarme suponía traicionarles, decirles que llevaba
tiempo contándoles mentiras. Además, me gustaba ver que se interesaban
por mí.
Incluso los errores en las confesiones de Bergwall conseguían acomodo
en el guion de esta pesadilla. “El hecho de que siempre se equivocara
fue usado como argumento de que realmente era el asesino; decían que
tenía tanta ansiedad al recordar esos asesinatos, que se protegía de
ellos”, explica Leyla Belle Drake, editora del libro de Hannes Rastam.
“Cuando acudía a sus recuerdos, con la ayuda de los terapeutas, tenía
que hacerlo mediante una elipsis, esa era la teoría. Empezaba con
mentiras porque se estaba protegiendo a sí mismo de esos recuerdos
horribles”. El arquitecto de esta teoría fue el experto en memoria Sven
Ake Christianson, explica Belle Drake. La tesis: Quick había borrado los
sucesos más dolorosos de su vida, por eso el recuerdo de sus crímenes
era tan borroso. De pequeño había sufrido abusos sexuales, según contó
en terapia. Había sido obligado a tener sexo oral y anal con su padre a
los cuatro años. Un episodio en el que fue sorprendido por su madre,
que, fruto del shock, perdió al hijo que llevaba en el vientre. Su madre
siempre culpó a Bergwall de esa muerte.
P. Pero ¿por qué fabricó usted semejante historia?
R. La terapia que yo hacía estaba basada en que mis
acciones de adulto debían estar relacionadas con acontecimientos de mi
infancia. Si había asesinado de adulto, debía haber hechos en mi
infancia que se correspondiesen. Además, con la benzodiazepina era capaz
de contar cualquier cosa sin problemas.
Las consecuencias de estas confesiones en su familia fueron
devastadores, cuenta su sobrino. Aunque ahora todo se ha recompuesto.
P. ¿Los efectos de la medicación eran muy fuertes?
R. Yo estaba muy medicado y drogado. Estaba
completamente atrapado en esa situación. Me desesperaba y, por las
noches, golpeaba mi cabeza contra las paredes. Tenía altos niveles de
ansiedad como consecuencia de las confesiones, de las investigaciones, y
de los efectos secundarios de las drogas.
P. Sus confesiones se hicieron crecientemente violentas. Llegó a hablar de canibalismo. ¿Cómo llegó hasta ese punto?
R. Cuanto peores eran las historias que contaba sobre lo que me habían hecho mis padres, peores tenían que ser mis confesiones.
P. ¿Le guiaron en ese crescendo?
R. Los psicólogos y los terapeutas nunca tenían suficiente, siempre querían más.
P. ¿Y qué pasaba cuando todo ello era confirmado por la Justicia y le condenaban?
R. Me era indiferente. Para mí lo importante era mi situación en la clínica, aquí dentro.
El 12 de junio de 1998, en un artículo en el diario
Svenska Dagbladet ,la prestigiosa psicóloga Astrid Holgersson ya acusaba a Sven Ake
Christianson de usar “sugestión y métodos manipulativos” para ayudar a
Quick a que construyera historias que no contradijeran los hechos de los
crímenes. Holgersson acuñó el término de Equipo Quick, el
grupo de los que construyeron la leyenda del asesino en serie: el
investigador que lideraba las pesquisas, Seppo Pentinnen; la terapeuta
Birgitta Stahle; el fiscal Christer van der Kwast, y el experto en
memoria Sven Ake Christianson, con el que nos pusimos en contacto, pero
que declinó hacer declaraciones. Tampoco quiso hablar en Estocolmo Claes
Borgström, abogado de Quick en aquellos días, criticado por no
cuestionar la versión construida por el Equipo Quick. De él, dice Bergwall: “Como cliente, me sentí traicionado”.
La ayuda para recordar, en algunos casos, llegaba hasta el punto de
reconstruir la escena del crimen fielmente. Así ocurrió el 9 de enero de
1995, día en que Quick se subió a bordo de un jet privado con asientos
de cuero para abordar la reconstrucción del crimen de la pareja
holandesa en Appojaure. A bordo, todo el Equipo Quick.
Jan Olsson, comisario de la Policía Criminal Central y experto en
análisis de escenarios de crímenes, también fue enviado a tierras
laponas para colaborar en la investigación. Al llegar, observó que se
había encargado una réplica exacta de la tienda de campaña del
asesinato, y que el Toyota Corolla de la pareja estaba situado en el
sitio que reflejaban los informes policiales.
“Era la primera vez que veía algo así”, explica el veterano
excomisario, de 76 años, en su apartamento en Estocolmo, con un gato
blanco de angora reposando junto a él en el sofá. “Lo normal es llevar
al sospechoso a la escena y que sea él quien diga dónde estaba cada
cosa. Pero ellos pensaban que había que ayudarle a rememorar”.
Jan Olsson recuerda que Bergwall llegó al lugar del crimen y lo
recreó entrando por el lado contrario de la tienda. “Se equivocó en
todo”, afirma. Entró como un loco en la tienda para apuñalar a la pareja
que había en el interior, cuando los informes policiales señalaban que
habían sido apuñalados desde el exterior de la tienda.
Hicieron un receso en la reconstrucción. “Después de hablar con Seppo
Pentinnen —el policía que llevaba las investigaciones— y alguna persona
más, volvió a reconstruir el crimen. Pero esta vez lo hizo casi todo
tal y como reflejaban los informes policiales”, afirma el excomisario.
A pesar de la retirada de cinco condenas, hay voces discordantes.
Como la del entonces fiscal general del Estado, Christer van der Kwast:
“Que él sea el asesino es una clara posibilidad”, confiesa en la
cafetería de un céntrico hotel de Estocolmo. “Nos dijo cosas que solo el
asesino podía saber. Es un tipo de psicópata complejo, un sádico, y
tiene las características de un asesino en serie. Su habilidad de
manipular a los que tenía a su alrededor supuso un problema del que
éramos conscientes y que tuvimos que manejar. Los fiscales que han
estado trabajando en los casos desde que retiró sus confesiones no han
hecho bien su trabajo”.
El juez Göran Lambertz, que revisó el caso durante una semana en 2006
y no halló irregularidades, abunda en la idea. “Hay varios factores que
apuntan a que realmente fue él: había cometido delitos con
anterioridad; los médicos diagnosticaron que era una persona peligrosa,
un agresor sexual en potencia; estuvo en clínicas psiquiátricas, pero
anduvo libre entre 1976 y 1991; y 15 crímenes fueron cometidos en áreas
en las que él pudo haber estado”.
Leif G. W. Persson, criminólogo —y novelista— que trabajó 30 años
como policía y siguió de cerca las investigaciones, es claro: “Muchos
investigadores abandonaron los casos por las dudas en torno a los
procedimientos. Ese hombre no cometió un solo crimen, no es un asesino
en serie. Para un profesional como yo, resultó evidente desde el
principio. Pero para los que le rodeaban, aquello se convirtió en una
religión”. Persson denuncia que se contravinieron todas las reglas: es
inasumible, dice, que un solo policía condujera todos los
interrogatorios, como así ocurrió. “Se cometieron errores en la
investigación, en la instrucción, y los juzgados validaron esos errores.
Esto es una catástrofe para el sistema judicial sueco”.
La periodista Jenny Küttim enfatiza que los miembros del Equipo Quick
cimentaron sus carreras sobre el caso, que se aprovecharon de un
enfermo mental. “Ahora han pasado más de 25 años, los auténticos
asesinos están libres, y nunca les encontraremos. Eso es horrible. Quick
causó mucho daño con sus confesiones, y tiene gran culpa en todo esto.
Pero no hay que olvidar que es un enfermo, y que era un adicto a las
drogas”.
La entrevista en la clínica llega a su fin.
P. ¿Es usted capaz de matar o ha sido capaz de matar alguna vez en su vida?
R. No.
P. ¿Usted ha cometido algún asesinato?
R. No.
P. Si sale de esta clínica, ¿qué será lo primero que haga?
R. Dar un largo paseo por el bosque, solo.
Fuente:
http://internacional.elpais.com/internacional/2012/11/23/actualidad/1353699763_314441.html
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