Por Roberto Carro Fernández
El pasado verano algunos medios de comunicación se hicieron eco de una noticia que –de ser cierta– hubiese hecho revolver en la tumba al mismísimo Galton.
En televisión y en la prensa escrita, aparecía el siguiente titular: “Nacen en el Maresme unos trillizos idénticos y con la misma huella”. Dicho así, para todos aquellos que de un modo u otro creemos en el potencial identificativo de las crestas papilares, supuso una preocupación temporal. Había que entrar en harina e ir al fondo del asunto.
La duda y la lógica preocupación se desvanecían por sí solas. Sólo requería seguir leyendo la noticia para darse cuenta de que se estaba cometiendo un error con motivo de un hecho –en cierto modo impactante– y que, así planteado, rompía los postulados históricos de un sistema de identificación con rigor y base científica que tenía como punto de partida las huellas dactilares. Lógicamente, si lo que buscaban eran cotas de audiencia o protagonismo periodístico por haber dado la primicia, lo habían conseguido.
En televisión y en la prensa escrita, aparecía el siguiente titular: “Nacen en el Maresme unos trillizos idénticos y con la misma huella”. Dicho así, para todos aquellos que de un modo u otro creemos en el potencial identificativo de las crestas papilares, supuso una preocupación temporal. Había que entrar en harina e ir al fondo del asunto.
La duda y la lógica preocupación se desvanecían por sí solas. Sólo requería seguir leyendo la noticia para darse cuenta de que se estaba cometiendo un error con motivo de un hecho –en cierto modo impactante– y que, así planteado, rompía los postulados históricos de un sistema de identificación con rigor y base científica que tenía como punto de partida las huellas dactilares. Lógicamente, si lo que buscaban eran cotas de audiencia o protagonismo periodístico por haber dado la primicia, lo habían conseguido.
Lo que vino después de la alarma fue el reconocimiento del error. Parece ser que los padres de los pequeños alumbraron a los medios el hecho insólito de que sus hijos, no solamente eran iguales, sino que también sus huellas dactilares lo eran, siendo esta la razón por la que cada uno de ellos llevaba una pulserita de un color que le diferenciaba de los otros dos hermanitos. Los felices padres quisieron ser tan distinguidos con la noticia que, por unos días, lo consiguieron. Estaban poniendo en jaque un sistema de identificación globalmente aceptado por la comunidad científica y herramienta clave del trabajo policial diario. Por supuesto que no vamos a entrar en cómo se gestó la noticia, si fue un bulo, una machada o un atrevimiento que respondía a intereses comerciales. Da igual. Lo que sí es cierto es que dejó un camino abierto a la controversia, que se contrarresta negando la mayor –esta vez sí– con una explicación ad hoc de por qué dos huellas no pueden ser iguales.
Para ello tenemos que ir a los orígenes: El primer postulado parte del hecho de que las huellas digitales son características exclusivas de los primates y que –en concreto– en la especie humana se forman a partir del sexto mes de vida intrauterina del feto y no varían a lo largo de toda la vida del individuo. Pero, llegado a este punto, es bueno que demos una explicación somera de lo que son los dibujos digitales.
Cualquiera de nosotros nos hemos mirado en alguna ocasión las falanges distales de nuestros dedos. A primera vista, lo que vemos, podría parecernos un conglomerado de rayas anárquicas que van y vienen sin ningún fin predeterminado. Pues resulta que no. Estas formas caprichosas que adopta la piel y que cubren la cara palmar de las manos y la plantar de los pies son la base con la que trabaja el método de identificación. Y resulta que sus formas –perfectamente escrutadas y clasificadas– constituyen el fin que hemos adoptado para su “predeterminación”. La identificación de las personas.
Para abundar más, diremos que los dibujos digitales están constituidos por rugosidades que forman salientes y depresiones. A los salientes los vamos a denominar crestas papilares y a las depresiones surcos interpapilares. A su vez las crestas papilares presentan una disposición de cierto paralelismo entre sí, hasta que se interrumpen o unen a las crestas colindantes. A estas interrupciones y uniones las vamos a llamar puntos característicos. Esto –y poquito más– es la materia prima que configura el código de barras que llevamos impreso en nuestros dedos.
Pues bien, ¿cuál es su origen?
Digamos que lo que ocurre en el seno materno respecto de la formación de las crestas papilares obedece, por un lado, a la carga genética, y por el otro es el ambiente quien lo determina en su mayoría. El genoma determina las características más generales de las crestas, mientras que el ambiente, en una fase posterior, determina los detalles del patrón. Por eso, no nos debe sorprender apreciar similitudes en los familiares (hermanos, padres, hijos...) pero sólo eso; similitudes en cuanto al tipo. Nunca igualdades. Lo demás viene determinado por las condiciones a las que está expuesto el feto durante su desarrollo en esa fase más tardía.
Pero ¿qué queremos decir con que el ambiente determina mayoritariamente el patrón? Bien, vayamos por partes. De todos es sabido que la piel se estructura en tres capas superpuestas. La más externa o epidermis, la capa media o dermis y la más profunda o hipodermis. Aunque, para el caso que nos ocupa, vamos a fijarnos solamente en la epidermis y en la dermis. Es en ésta última donde tienen su origen los dibujos digitales, consecuencia a su vez de una alineación de protuberancias asentadas en la capa alta de la dermis llamadas papilas. Con esta explicación queda claro que lo que vemos exteriormente abultado son las crestas papilares –consecuencia de estas papilas– y las depresiones son los surcos interpapilares. Por cierto que esta alineación característica solo se produce en la palma de manos y en la planta de los pies.
Hecha esta aclaración volvemos al seno materno y nos situamos en torno al tercer o cuarto mes de vida intrauterina. La exposición de la piel en pleno proceso de formación al “ambiente”; esto es, al líquido amniótico, presión sanguínea, nutrición, temperatura, posiciones del feto, etc. son factores que interaccionan para dar el aspecto distintivo a la huella dactilar que, dicho sea de paso, tampoco coincide en los dedos de una misma persona. Sería algo así como disponer –en nuestra palma y en nuestra planta– de unas láminas de plastilina que calcan cada uno de estos factores ambientales a los que se ven sometidos.
Alguien podía pensar que este innatismo tiene una utilidad establecida de antemano para la identificación de las personas. Pero no. Que lo aprovechemos no quiere decir que ese sea su único fin. De hecho, el fin, naturalmente evolutivo, tiene que ver con la facilidad que supone tener una piel rugosa en las manos y en los pies, materializada en crestas y surcos que nos permita coger los objetos. Claro que, nuestros parientes homínidos más cercanos, por aquello que podríamos denominar un déficit evolutivo, siguen utilizando las extremidades inferiores –también las superiores– para coger, y cogerse, a los objetos, menesteres éstos que fueron comunes a nosotros hace unos pocos millones de años. Así que no nos parezca extraño que también nuestros primos tengan huellas dactilares.
Han pasado más de cien años de estudios lofoscópicos y, tras el conocimiento empírico –experiencia y práctica– se ha determinado que no existen dos huellas iguales. Dicho de otro modo, no existen dos personas que hayan podido experimentar las mismas circunstancias (genoma + ambiente) que dieran lugar al mismo dibujo final.
Para los amantes de la estadística, un dato: En unas pruebas realizadas por el FBI se concluyó que la probabilidad de que una impresión se repitiera de igual forma en dos individuos diferentes, era de 1 por 10 elevado a 97. Lo que equivaldría a decir que la probabilidad es cero, pues pensemos que en toda la historia de la humanidad no han existido ese número de huellas.
Descansa Galton.Autor:
Roberto Carro Fernández
Como siempre nuestro agradecimiento a Roberto Carro y a Carlos Pérez Vaquero por su apoyo y colaboración.
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